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martes, 31 de mayo de 2016

La última niebla

El vendaval de la noche anterior había remojado las tejas de la vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los cuartos.

—Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron los criados al introducirnos en la sala, y como echaran sobre mí una mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente:

—Mi prima y yo nos casamos esta mañana. Tuve dos segundos de perplejidad.

—"Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino enlace, Daniel debió haber advertido a su gente" —pensé, escandalizada.

A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.

Y era natural.

Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.

—¿Qué te pasa? —le pregunto.

—Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco demasiado...

Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se empeña en avivar la llama azulada que ahúma unos leños empapados, prosigue con mucha calma:

—Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañadera. Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo te hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la cicatriz de tu operación de apendicitis.

Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar prefiero dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo conozco de memoria; yo también lo he visto crecer y desarrollarse. Desde hace años, no me canso de repetir que si Daniel no procura mantenerse derecho terminará por ser jorobado. Y como a menudo enredé en ellos dedos temblorosos de rabia, conozco la resistencia de sus cabellos rubios, ásperos y crespos. En él, sin embargo, esa especie de inquietud en los movimientos, esa mirada angustiada, son algo nuevo para mí.

Cuando era niño, Daniel no temía a los fantasmas ni a los muebles que crujen en la oscuridad durante la noche. Desde la muerte de su mujer, diríase que tiene siempre miedo de estar solo.

Pasamos a una segunda habitación más fría aún que la primera. Comemos sin hablar.

—¿Te aburres? —interroga de improviso mi marido.

—Estoy extenuada —contesto.

Apoyados los codos en la mesa, me mira fijamente largo rato y vuelve a interrogarme:

—¿Para qué nos casamos?

—Por casarnos —respondo.

 Daniel deja escapar una pequeña risa.

—¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?

—Sí, lo sé —replico, cayéndome de sueño.

—¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los pobres de la hacienda?

Me encojo de hombros.

—Ese es el porvenir que aguarda a tus hermanas...

Permanezco muda. No me hacen ya el menor efecto las frases cáusticas con que me turbaba no hace aún quince días.

Una nueva y violenta racha de lluvia se descarga contra los vidrios. Allá, en el fondo del parque, oigo acercarse y alejarse el incesante ladrido de los perros. Daniel se levanta y toma la lámpara. Echa a andar. Mientras lo sigo, arrebujada en la vieja manta de vicuña, que me echara compasivamente sobre los hombros la buena mujer que nos sirviera una comida improvisada, compruebo con sorpresa que sus sarcasmos no hacen sino revolverse contra él mismo. Está lívido y parece sufrir.

María Luisa Bombal

lunes, 30 de mayo de 2016

El momento más grave de la vida

Un hombre dijo:
—El momento más grave de mi vida estuvo en la batalla del Marne
    cuando fui herido en el pecho.
Otro hombre dijo:
—El momento más grave de mi vida, ocurrió en un maremoto de
    Yokohama, del cual salvé milagrosamente, refugiado bajo el alero
    de una tienda de lacas.
Y otro hombre dijo:
—El momento más grave de mi vida acontece cuando duermo de día.
Y otro dijo:
—El momento más grave de mi vida ha estado en mi mayor soledad.
Y otro dijo:
—El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del
    Perú.
Y otro dijo:
—El momento más grave de mi vida es el haber sorprendido de perfil
    a mi padre.
Y el último hombre dijo:
—El momento más grave de mi vida no ha llegado todavía.

César Vallejo

viernes, 27 de mayo de 2016

Una mujer vestida de verde y un hombre vestido de gris

En el Big Ship de Butte oí por primera vez a un minero pelirrojo de nombre Hickey Dewey que llamaba Poisonville a la ciudad de Personville. Tenia la costumbre de convertir las erres en diptongos, así que me importó poco su manera de nombrar la ciudad. Luego volví a oír el mismo nombre de boca de hombres capaces de pronunciar bien la erres. Lo tomé como una muestra más del humor vulgar que anima los retruécanos propios de la jerga de los bajos fondos. Unos años después fui a Personville y comprendí el exacto significado de esta palabra.

Utilizando uno de los teléfonos de la estación llamé a Donald Willsson al Herald para decirle que acababa de llegar.

 —¿Podrá venir esta noche a mi casa a las diez? —tenia una voz agradable pero seca—. La dirección es Mountain Boulevard, 2.101. Coja un tranvía en Broadway y bájese en la confluencia con Laurel Avenue y camine dos manzanas en dirección oeste.

Le prometí que iría. Fui al hotel Great Western, dejé allí las maletas, y me fui a dar un vistazo a la ciudad.

La encontré fea. Los edificios hacían gala de una arquitectura afectada. Quizá había conocido tiempos mejores. Los altos hornos, con sus chimeneas de ladrillo levantadas al sur frente a una sombría montaña, habían impregnado la antigua pomposidad de una capa de suciedad ocre y de un humo espeso. En consecuencia, sus cuarenta mil habitantes vivían en una ciudad fea, hundida en un valle limitado por dos insípidos montes; las minas contribuían en gran manera a la fealdad general. Perdido entre las nubes negras que salían de las chimeneas de los altos hornos, se veía el cielo.

El primer guardia que vi llevaba varios días sin afeitarse. El segundo había perdido dos botones de su poco limpio uniforme. El tercero ordenaba el tráfico en el cruce más importante de la ciudad, el de Broadway y Union Street, con un cigarrillo en la boca. En ese momento dejé de preocuparme por ellos.

Cogí un tranvía de Broadway a las nueve y media y seguí las indicaciones de Donald Willsson. Así me fue posible llegar a una casa situada en una esquina rodeada de un jardincito artificial y una cerca.

Cosecha roja, de Dashiell Hammett.

jueves, 26 de mayo de 2016

Para leer en forma interrogativa

Has visto,
verdaderamente has visto
la nieve, los astros, los pasos afelpados de la brisa...
Has tocado,
de verdad has tocado
el plato, el pan, la cara de esa mujer que tanto amás...
Has vivido
como un golpe en la frente,
el instante, el jadeo, la caída, la fuga...
Has sabido
con cada poro de la piel, sabido
que tus ojos, tus manos, tu sexo, tu blando corazón,
había que tirarlos
había que llorarlos
había que inventarlos otra vez.

Julio Cortázar

miércoles, 25 de mayo de 2016

La flor de la canela

Déjame que te cuente limeño, 
Déjame que te diga la gloria 
Del ensueño que evoca la memoria 
Del viejo puente, del río y la alameda. 

Déjame que te cuente limeño, 
Ahora que aún perfuma el recuerdo, 
Ahora que aún se mece en un sueño, 
El viejo puente, el río y la alameda. 

Jazmines en el pelo y rosas en la cara, 
Airosa caminaba la flor de la canela, 
Derramaba lisura y a su paso dejaba 
Aromas de mistura que en el pecho llevaba. 

Del puente a la alameda menudo pie la lleva 
Por la vereda que se estremece al ritmo de su cadera. 
Recogía la risa de la brisa del río 
Y al viento la lanzaba del puente a la alameda. 

Déjame que te cuente limeño, 
Ay, deja que te diga, moreno, mi pensamiento, 
A ver si así despiertas del sueño, 
Del sueño que entretiene, moreno, tu sentimiento. 

Aspira de la lisura que da la flor de la canela, 
Adornada con jazmines matizando su hermosura; 
Alfombra de nuevo el puente y engalana la alameda 
Que el río acompasará su paso por la vereda. 

Y recuerda que... 

Jazmines en el pelo y rosas en la cara, 
Airosa caminaba la flor de la canela, 
Derramaba lisura y a su paso dejaba 
Aromas de mistura que en el pecho llevaba. 

Del puente a la alameda menudo pie la lleva 
Por la vereda que se estremece al ritmo de su cadera. 
Recogía la risa de la brisa del río 
Y al viento la lanzaba.


Chabuca Granda 

martes, 24 de mayo de 2016

Abducción literaria

“Durante la hora de la lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad del escritor.”  Edgar Allan Poe

lunes, 23 de mayo de 2016

Entreacto de cinco minutos

Tuve un amigo suizo, llamado Jacques Dingue, que vivía en Perú a 4000 metros de altura; había partido unos años atrás para explorar aquellas regiones, y allí sufrió la fascinación de una extraña india que le enloqueció por completo negándole sus favores. Se fue debilitando poco a poco y ni siquiera podía abandonar la cabaña donde se había instalado. Un doctor peruano, que le había acompañado hasta allí, le proporcionaba los cuidados para aliviar una esquizofrenia que consideraba incurable.

Una noche, una epidemia de gripe se abatió sobre la pequeña tribu de indios que albergaba a Jacques Dingue; enfermaron todos sin excepción y de doscientos indígenas, ciento sesenta y ocho murieron en pocos días; muy pronto el médico peruano regresó asustado a Lima. También mi amigo fue alcanzado por el terrible mal, e inmovilizado por la fiebre.

Todos los indios muertos poseían uno o varios perros, los cuales muy pronto no tuvieron otro recurso para vivir que comerse a sus dueños; devoraban los cadáveres y uno de ellos llevó a la choza de Dingue la cabeza de la india de la cual estaba enamorado… La reconoció instantáneamente y sintió sin duda una conmoción tan intensa que se sintió súbitamente curado de su locura y de su fiebre; recuperó las fuerzas, y entonces, cogiendo la cabeza de la mujer de la boca del perro, se divirtió lanzándola al otro lado de la habitación y ordenando al perro que se la trajera; tres veces recomenzó el juego, el perro le devolvía la cabeza cogiéndola por la nariz, pero a la tercera vez, como Jacques Dingue la había lanzado con más fuerza, se rompió contra la pared y, con gran alegría, el jugador de bolos pudo comprobar que el cerebro que apareció solo tenía una circunvolución ¡y parecía exactamente un par de nalgas!

Francis Picabia, en Antología del humor negro de André Breton.

viernes, 20 de mayo de 2016

Chichester canal




















Joseph Mallord William Turner

Fuente: http://www.tate.org.uk/art/artworks/turner-chichester-canal-t03885


jueves, 19 de mayo de 2016

Ligero de equipaje

“Ten sólo lo que puedas cargar siempre contigo: aprende idiomas, conoce países y personas. Deja que tu memoria sea tu maleta de viaje.”  Alexandr Solzhenitsyn 

miércoles, 18 de mayo de 2016

La noche de Tlatelolco

Son muchos. Vienen a pie, vienen riendo. Bajaron por Melchor Ocampo, la Reforma, Juárez, Cinco de Mayo, muchachos y muchachas estudiantes que van del brazo en la manifestación con la misma alegría con que hace apenas unos días iban a la feria; jóvenes despreocupados que no saben que mañana, dentro de dos días, dentro de cuatro estarán allí hinchándose bajo la lluvia, después de una feria en donde el centro del tiro al blanco lo serán ellos, niños-blanco, niños que todo lo maravillan, niños para quienes todos los días son día-de-fiesta, hasta que el dueño de la barraca del tiro al blanco les dijo que se formaran así el uno junto al otro como la tira de pollitos plateados que avanza en los juegos, click, click, click, click y pasa a la altura de los ojos, ¡Apunten, fuego!, y se doblan para atrás rozando la cortina de satín rojo. El dueño de la barraca les dio los fusiles a los CUÍCOS, a los del ejército, y les ordenó que dispararan, que dieran en el blanco y allí estaban los monitos plateados con el azoro en los ojos, boquiabiertos ante el cañón de los fusiles. ¡Fuego! El relámpago verde de una luz de bengala. ¡Fuego! Cayeron pero ya no se levantaban de golpe impulsados por un resorte para que los volvieran a tirar al turno siguiente; la mecánica de la feria era otra; los resortes no eran de alambre sino de sangre; una sangre lenta y espesa que se encharcaba, sangre joven pisoteada en este reventar de vidas por toda la Plaza de las Tres Culturas.

Elena Poniatowska

martes, 17 de mayo de 2016

Oigan

"Oigan: si encienden las estrellas
es porque alguien las necesita, verdad?,
es que alguien desea que estén,
es que alguien llama perlas a esas escupitinas.
Resollando tormentas de polvo
del mediodía penetra hasta Dios,
teme haber llegado tarde, llora.
Le besa la mano carniseca,
implora que pongan sin falta una estrella,
jura que no soportará este tormento inestelar,
y luego anda preocupado,
aunque aparenta calma.
Dice a alguien:
Ahora no estás mal, eh?
A que ya no tienes miedo?
Oigan si encienden las estrellas
es porque alguien las necesita, verdad?
Es indispensable que todas las noches sobre los tejados
arda aunque sea una sola estrella. "

Vladimir Maiakovski 

lunes, 16 de mayo de 2016

La vejez en los pueblos

La vejez en los pueblos.
El corazón sin dueño.
El amor sin objeto.
La hierba, el polvo, el cuervo.
¿Y la juventud?

En el ataúd.

El árbol, solo y seco.
La mujer, como un leño
de viudez sobre el lecho.
El odio, sin remedio.
¿Y la juventud?

En el ataúd.

(Miguel Hernández)

miércoles, 11 de mayo de 2016

Del céfiro nocturno

Del céfiro nocturno
éter fluye.
Bulle,
huye
el Guadalquivir.

Salió la luna dorada,
¡silen...! ¡chis!...  guitarra al son.
La española enamorada
se ha asomado a su balcón.

 Del céfiro nocturno
 éter fluye.
 Bulle,
 huye
 el Guadalquivir.

¡Quítate, ángel, la mantilla!
¡Cual claro día muéstrate!
¡Por la férrea barandilla
enseña el divino pie!

 Del céfiro nocturno
 éter fluye.
 Bulle,
 huye
 el Guadalquivir.

(Alexander Pushkin)

martes, 10 de mayo de 2016

Un viaje a Liliput

Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta, representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con míster James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba de vez en cuando fuí aprendiendo navegación y otras partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro de que me sería útil en largas travesías.

Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación de mi buen maestro míster Bates, me coloqué de médico en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos a Oriente y varios a otros puntos. Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que me animó míster Bates, mi maestro, por quien fuí recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar estado, me casé con mistress Mary Burton, hija segunda de míster Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.

Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después, y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio; porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años hice varios viajes a las Indias Orientales y Occidentales, lo cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis horas de ocio en leer a los mejores autores antiguos y modernos, y a este propósito siempre llevaba buen repuesto de libros conmigo; y cuando desembarcábamos, en observar las costumbres e inclinaciones de los naturales, así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran facilidad la firmeza de mi memoria.

Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift.

lunes, 9 de mayo de 2016

Conversación con una momia

El symposium de la noche anterior había sido un tanto excesivo para mis nervios. Me dolía horriblemente la cabeza y me dominaba una invencible modorra. Por ello, en vez de pasar la velada fuera de casa como me lo había propuesto, se me ocurrió que lo más sensato era comer un bocado e irme inmediatamente a la cama.
Hablo, claro está, de una cena liviana. Nada me gusta tanto como las tostadas con queso y cerveza. Más de una libra por vez, sin embargo, no es muy aconsejable en ciertos casos. En cambio, no hay ninguna oposición que hacer a dos libras. Y, para ser franco, entre dos y tres no hay más que una unidad de diferencia. Puede ser que esa noche haya llegado a cuatro. Mi mujer sostiene que comí cinco, aunque con seguridad confundió dos cosas muy diferentes. Estoy dispuesto a admitir la cantidad abstracta de cinco; pero, en concreto, se refiere a las botellas de cerveza que las tostadas de queso requieren imprescindiblemente a modo de condimento.
Habiendo así dado fin a una cena frugal, me puse mi gorro de dormir con intención de no quitármelo hasta las doce del día siguiente, apoyé la cabeza en la almohada y, ayudado por una conciencia sin reproches, me sumí en profundo sueño.
Mas, ¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas humanas? Apenas había completado mi tercer ronquido cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar furiosamente, seguida de unos golpes de llamador que me despertaron al instante. Un minuto después, mientras estaba frotándome los ojos, entró mi mujer con una carta que me arrojó a la cara y que procedía de mi viejo amigo el doctor Ponnonner. Decía así:
     Deje usted cualquier cosa, querido amigo, apenas reciba esta carta. Venga y agréguese a nuestro regocijo. Por fin, después de perseverantes gestiones, he obtenido el consentimiento de los directores del Museo para proceder al examen de la momia. Ya sabe a cuál me refiero. Tengo permiso para quitarle las vendas y abrirla si así me parece. Sólo unos pocos amigos estarán presentes... y usted, naturalmente. La momia se halla en mi casa y empezaremos a desatarla a las once de la noche.
     Su amigo, 
                   Ponnonner.
Edgar Allan Poe

viernes, 6 de mayo de 2016

Felicidad

“El secreto de mi felicidad está en no esforzarse por el placer, sino en encontrar el placer en el esfuerzo.”  André Gide.

jueves, 5 de mayo de 2016

martes, 3 de mayo de 2016

El amor en los tiempos del cólera

Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.

Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras ventanas, así como cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba junto al cadáver. Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El doctor Juvenal Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel no era un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina Providencia.

Gabriel García Márquez

lunes, 2 de mayo de 2016

Estupor y temblores

El señor Haneda era el superior del señor Omochi, que era el superior del señor Saito, que era el superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie.

Podríamos decirlo de otro modo. Yo estaba a las órdenes de la señorita Mori, que estaba a las órdenes del señor Saito, y así sucesivamente, con tal precisión que, siguiendo el escalafón, las órdenes podían ir saltando los niveles jerárquicos.

Así pues, en la compañía Yumimoto yo estaba a las órdenes de todo el mundo.

El 8 de enero de 1990, el ascensor me escupió en el último piso del edificio Yumimoto. El ventanal, al fondo del vestíbulo, me aspiró como lo habría hecho la ventanilla rota de un avión. Lejos, muy lejos, se veía una ciudad tan lejos que dudaba haberla pisado jamás.

Ni siquiera se me ocurrió pensar que fuera necesario presentarme en la recepción. En realidad, no me rondaba la cabeza ninguna ocurrencia, sólo la fascinación por el vacío, por el ventanal.

A mis espaldas, una voz ronca acabó por pronunciar mi nombre. Me di la vuelta. Un hombre de unos cincuenta años, bajo, delgado y feo, me miraba con desagrado.

—¿Por qué no le ha comunicado su llegada a la recepcionista? —me preguntó.

No supe qué contestar y nada contesté. Incliné la cabeza y los hombros, constatando que en tan sólo diez minutos, sin haber pronunciado ni una palabra, ya había causado una mala impresión en mi primer día en la compañía Yumimoto.

El hombre me dijo que se llamaba señor Saito. Me pidió que le siguiera por innumerables e inmensas salas, en las que me presentó a multitud de personas, cuyos nombres yo iba olvidando a medida que él los iba pronunciando.

Luego me hizo pasar al despacho de su superior, el señor Omochi, que era enorme y espantoso, lo cual confirmaba su condición de vicepresidente.

A continuación, me señaló una puerta y, con tono solemne, me anunció que, tras ella, estaba el señor Haneda, el presidente. Ni que decir tenía que no debía pasárseme por la cabeza la posibilidad de conocerlo.

Amélie Nothomb